martes, 8 de marzo de 2011

LANZAROTE. EL FIN DEL MUNDO.


He estado en el fin del mundo, y no quería volver.

El fin del mundo está hecho de montañas de fuego, de pasión  y arena, de sol que ciega, de cielo despejado y música de tambores. Es un desierto de lava solidificada, de infinitos colores, de cráteres, de vapor de agua pulsando por salir de dentro de la tierra.


Un paisaje tras otro de verdes, ocres, naranjas, rojos y negros, un maremagnum de hierro y de basalto, de caminos en los que de pronto aparece una palmera solitaria, o una planta con flores hermosísimas en ese nada que lo contiene todo, o un líquen anaranjado o blanquecino que tapiza las rocas a nuestro paso.


Yo sólo quería poder bajarme de esa "guagua" acristalada que nos transportaba  por los negros caminos y correr por entre ese paraje, descender, ascender y gritar, saltar en la soledad de un lugar petrificado desde hace décadas, y escuchar los pájaros que hasta allí se acercan, y observar las huellas de los pequeños animales en la arena de carbón. Y acostarme allí, sobre la tierra caliente, y fundirme en el paisaje llamado malpaís, contenido por la inmensidad del océano.



He estado en el fin del mundo, que para mí ha sido el principio de todo. Otra vez.