Hvar tiene muchos encantos. Uno de ellos, esencial como concepto, es que es una isla. La idea de isla, de porción de tierra rodeada de agua por todas partes, que nos enseñaron de pequeños, subyace en mi mente asociada a un lugar en el que refugiarse, perderse, pensar y soñar.
Las islas han estado presentes en mi vida desde niña, y aún hoy lo están, desde el nombre del lugar en el que he pasado los veranos de media vida, hasta mi relación con esa isla balear llamada Eivissa que me encantaría abordar aquí...algún día.
Llegué a Hvar una calurosa mañana de agosto, en un ferry no demasiado lleno, tras haber recorrido en coche durante unas horas la carretera que lleva desde Duvrobnik hasta Drvenik; el camino, una delicia, pero afortunadamente salí con tiempo suficiente, porque era una carretera estrechita y llena de curvas, así es que no pude correr mucho.
El ferry nos dejó en el punto más cercano a la costa, Sucuraj, y desde allí hube de atravesar la isla hasta llegar a su ciudad principal que da nombre a la isla, Hvar.
Ya durante ese trayecto se adivinan calitas desiertas, casas escondidas entre los pinos, se ven barquitos pequeños y no tan pequeños paseando por la multitud de pequeñísimas islas que existen alrededor de Hvar y que me hacen desear de repente, encontrarme a bordo de uno de ellos, por pequeño que sea, con mis pies rozando el agua, porque sé, que allí donde mi mirada se pierde, existe un paraíso que no podré descubrir...
La plaza de la ciudad es un sueño, con su catedral al fondo del Siglo XVII con su campanario, su arsenal, y su pozo. Desemboca en el puerto, lleno de pequeños barcos de pescadores, y tiendas artesanales alrededor, de cerámica, galerías de arte, de ropa estilo "ad lib", con un paseo marítimo trufado de hoteles modernos y menos modernos, y restaurantes de todo tipo, unos para turistas, y otros al más propio estilo Ibiza Night, con sandwiches y pastas con pescado riquísimos.
A medio día la plaza está casi vacía, como ocurre en verano en muchos otros pueblos de muchas otras islas mediterráneas, ya que los turistas modestos están de excursión con los barcos que hacen sus rutas, o resguardándose del sol, o echando la siesta, y los más adinerados, como el diseñador Valentino, al que pude ver esa noche paseando junto a una modelo, pasan el día a bordo de sus yates en alta mar, para volver al puerto cuando cae el sol y salir de cenita , a pasear, vestidos de punta en blanco, a mirar y a ser mirados.
Ascendiendo por las callejuelas que van a parar a la plaza hay cantidad de edificios bonitos, palacios, tiendecitas y restaurantes en cada esquina, más y más pequeñas galerías de arte que no te cansas de mirar.
Al atardecer me acerco a una cala cercana y me doy el baño del verano; las rocas, el mar brillante y luminoso, y los barcos que pasan a muchísima distancia, estoy lejos de su mirada: relax...
Llega la noche. De pronto, con la caída del sol, como si la gente hubiera estado escondida bajo tierra, esperando el momento, hay gente por todas partes, los restaurantes que antes estaban vacíos están a reventar, y el ambiente en el paseo marítimo es espectacular. Música, y montones de puestos hippies con sus bolsas de lavanda, exquisitamente decoradas, estupendo recuerdo para que aún guardo en mis armarios, y que me recuerdan todo el año el olor a verano, a junio, a sol y a mar. También como por arte de magia, aparecen al fondo del paseo todos los grandes yates atracados , que parecen tiburones que fueran a comerse a los pequeños barcos de pescadores que a medio día eran los reyes del puerto, y que, lo sé, cuando pase el verano, cuando yo vuelva al gris de la ciudad...lo seguirán siendo.